Columna: Más allá de los titularez

Por Alejandro Gleason

“El ego es una máscara que impide al líder ver la realidad tal cual es… y a sí mismo tal cual debe ser.”
—Fred Kofman

Vivimos en un mundo donde el éxito es medido por cifras, poder e influencia. Pero cuando estos elementos no son guiados por la conciencia, se transforman en la antesala de la soberbia, la ceguera estratégica y el colapso humano.

El economista Milton Friedman afirmó que “la única responsabilidad social de la empresa es incrementar sus utilidades”. Esta declaración, que definió el paradigma empresarial del siglo XX, estableció que el objetivo del ser de la empresa radica en generar beneficios económicos para sus accionistas.

Sin embargo, cuando este principio es interpretado desde el ego del líder, se convierte en una trampa peligrosa: los resultados financieros se absolutizan, la rentabilidad eclipsa la verdad, y el éxito se transforma en una máscara que oculta la verdadera esencia de la empresa: la propia persona.

El ego corporativo se disfraza de eficiencia, pero en el fondo, es una necesidad profunda de validación. Se vuelve incapaz de escuchar, de corregir, de aprender… porque hacerlo implicaría reconocer una falla.
Y para el ego, fallar es perder.

El ego corporativo: una fortaleza que se convierte en cárcel

Muchos líderes se han ganado sus puestos a través de la inteligencia, la astucia y el esfuerzo. Pero cuando la identidad se confunde con el cargo, se vuelve difícil escuchar, adaptarse, pedir perdón o reconocer errores. El ego crea una narrativa de perfección que no tolera la vulnerabilidad. Y sin vulnerabilidad, no hay autenticidad ni aprendizaje.

Fred Kofman lo explica con claridad: el líder inconsciente quiere tener razón. El consciente, quiere saber la verdad.
Y esta distinción lo cambia todo.

El precio del ego: las empresas que caen.

Las organizaciones no colapsan por un error técnico, sino por la incapacidad del liderazgo de reconocerlo a tiempo.

Un caso emblemático: Blockbuster y Netflix.

A finales de los años noventa, Blockbuster era el rey indiscutible del entretenimiento en casa, con más de 9,000 tiendas y un modelo de negocio que parecía imbatible. Ser el número uno les dio poder, presencia global… y también una peligrosa sensación de invulnerabilidad.

En el año 2000, Reed Hastings, fundador de Netflix, propuso vender su empresa a Blockbuster por 50 millones de dólares. Netflix, en ese entonces, era una plataforma incipiente de renta de películas por correo. La propuesta fue rechazada con desdén. Los directivos de Blockbuster no solo se rieron: no pudieron o no quisieron ver el cambio que se avecinaba.

La arrogancia de ser el líder del mercado los volvió ciegos a las oportunidades ocultas. La lógica era simple: “¿Por qué cambiar si estamos ganando?”
Pero ahí radica el error: el éxito sostenido puede ser la antesala de la obsolescencia cuando no se acompaña de humildad para cuestionarlo.

No fue una decisión técnica: fue ego.
No fue un error de cálculo: fue arrogancia.

Mientras Blockbuster defendía su modelo tradicional, Netflix apostó por la innovación, primero con renta por suscripción, luego con streaming, y finalmente con producción original.
Blockbuster tenía los recursos, el nombre y la infraestructura.
Pero Netflix tenía algo más valioso: la conciencia del cambio.

Blockbuster no cayó por falta de clientes, sino por su negativa a evolucionar. El liderazgo estaba más comprometido con su status que con la realidad del mercado. El ego decidió ignorar una nueva verdad… y pagó el precio.

La humildad: virtud estratégica, no debilidad

En entornos de alta exigencia, la humildad ha sido subestimada. Pero el verdadero liderazgo —consciente, virtuoso y duradero— no teme a la verdad, porque sabe que sin ella, no hay transformación posible.
Y aquí es donde comienza el problema.

En realidad, la humildad es una de las virtudes más revolucionarias del liderazgo. No es timidez ni inseguridad: es reconocer que el rol que uno cumple es más grande que el individuo que lo ocupa.

Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, no menciona la humildad como virtud directa, pero describe algo aún más profundo: la magnanimidad, como la virtud del hombre verdaderamente grande, que se conoce a sí mismo con justeza, no se infla ni se disminuye.
El magnánimo no necesita demostrar constantemente su valía, porque actúa con plena conciencia de lo que es. En esa medida, la verdadera humildad, no es pensar menos de uno mismo, sino pensar menos en sí mismo, sin exageraciones ni falsos orgullos para colocarse al servicio de los demás.

El humilde, entonces, no es el que se oculta…
Es el que tiene el coraje de verse tal cual es.

Y ese coraje es profundamente escaso en las altas esferas del poder.

Pero, ¿cómo se manifiesta la humildad cuando se encarna en el liderazgo real?


No como un discurso, sino como una práctica cotidiana.
No como una estrategia para caer bien, sino como una forma de relacionarse con la verdad, con los otros y con uno mismo.

Aquí algunos ejemplos concretos:

  • Un CEO que practica la humildad escucha a sus colaboradores sin defensas.
  • Un político que practica la humildad no impone: persuade desde el servicio.
  • Un empresario que practica la humildad acepta que necesita ayuda y sabe rodearse de mejores que él

Reflexión final

¿Qué decisiones estás tomando desde el ego, y cuáles desde la verdad?
¿Qué personas has dejado de escuchar porque amenazan tu posición?
¿Qué verdades incómodas estás evitando para no confrontar tu propia imagen?

Los líderes que perduran son aquellos que entienden que la verdadera autoridad no se impone desde arriba, sino que se construye desde adentro.


¿Te atreves a liderar desde la conciencia y no desde el ego?
Si eres empresario, político o líder de equipo y deseas transformar tu forma de liderar desde un enfoque verdaderamente humano y estratégico, conversemos.

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