Columna: Más allá de los titulares
Por: Alejandro Gleason
¿Te ha pasado que conversas con alguien y, por más argumentos sólidos que presentas, simplemente no logras que comprenda tu punto? A veces no es falta de lógica ni de razones: es falta de humildad.
La palabra “humildad” viene de humus, tierra. Ser humilde es volver al suelo firme: tocar la realidad. Nos aleja de las nubes del ego y nos permite ver exactamente dónde estamos parados. Ese aterrizaje interior nos quita distorsiones y nos deja observar sin el filtro borroso de la emoción reactiva.
in embargo, este proceso puede incomodar. La humildad nos obliga a mirarnos con honestidad, y esa transparencia suele exhibir aspectos que preferimos evitar. Los evitamos porque duelen; porque tocar esas fibras abre la puerta a aquello de nosotros mismos que nos incomoda reconocer.
Ese es el momento que todos, tarde o temprano, debemos atravesar: vernos frente al espejo y aceptar nuestras falencias, errores y defectos de carácter que no hemos sabido dominar. Reconocer que ciertas actitudes, decisiones o patrones nos han frenado más de lo que estábamos dispuestos a admitir.
Evitar esa mirada no ayuda. Fingir que “todo está bien” o vivir en piloto automático solo posterga lo inevitable. No comprender el impacto de ese autoengaño tiene un costo silencioso, pero certero: termina cobrando factura en nuestras relaciones, en nuestro trabajo, en la familia, en la economía y, al final, en nuestra propia identidad.
La humildad es precisamente el antídoto. Es la valentía de mirar de frente lo que duele para poder transformarlo, en lugar de seguir repitiendo las mismas versiones de nosotros mismos. Cuando dejamos de huir del espejo, empezamos a recuperar el control de nuestra historia.
Pero justamente ahí comienza la madurez.
El Dr. Mario Vargas Puig explica que, cuando esta lucidez falla, el ego toma el mando: esa parte que necesita tener la razón, que busca sentirse superior y que interpreta desacuerdos como ataques. Es un modo infantil de vivir, centrado en la supervivencia emocional, incapaz de abrirse al otro.
La psicología del desarrollo muestra que crecer implica pasar del egoísmo absoluto del niño a la responsabilidad y la entrega del adulto. Solo así se construyen relaciones sanas, diálogo auténtico y colaboración real.
La felicidad opera igual: se escapa cuando la perseguimos con egoísmo y aparece cuando dejamos de pensar solo en nosotros mismos. La humildad, entonces, no te quita poder… te da verdadero poder: claridad, adaptabilidad, presencia, capacidad de escuchar y de influir desde un lugar más consciente.
En un mundo lleno de opiniones rígidas y conversaciones que parecen batallas, la humildad es una ventaja competitiva.
Cómo aplicar humildad en tus conversaciones
(Ideas prácticas inspiradas en el concepto de “generalizaciones productivas”)
1. Observa desde qué modelo mental estás interpretando.
No reaccionas al mundo; reaccionas a lo que crees que el mundo significa.
2. Reconoce que no sabes qué pasa dentro del otro.
No puedes asumir qué siente, piensa o desea. Esto abre el diálogo.
3. Indaga cómo razona la otra persona.
Preguntar no es debilidad, es estrategia: “¿Qué estás viendo tú que yo no?”
4. Baja tu propia escalera de inferencias.
Cuestiona tus conclusiones antes de defenderlas. Revisa tus suposiciones.
5. Verifica lo que crees.
Antes de asumir, valida. Un simple “¿esto lo entendí bien?” cambia toda la dinámica.
La humildad no es achicarse. Es quitarte las vendas del ego para ver mejor, comprender mejor y construir mejor. Cuando aprendes a escuchar más y asumir menos, tus relaciones se transforman… y tu liderazgo también.
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